29/03/2024

EL OTOÑO DEL PATRIARCA

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Raul Alfonsin
Raul Alfonsín, 1974

Ello no obstante, no es posible sustraerse a la tentación de ensayar unas líneas acerca de la significación de la personalidad de este singular abogado de Chascomús, radical visceral que recorrió todo el cursus honorum de la vida partidaria y también en materia de cargos de representación pública, desde concejal en su ciudad natal, hasta la presidencia de la República.

Observadores y analistas, correligionarios y adversarios políticos aún se preguntan y suelen efectuar disquisiciones respecto de la permanente vigencia de este “zoon politikon”. Incluso cómo, luego de aquél accidente a la vera de una ruta en las cercanías de un casi desconocido paraje que casi le cuesta la vida y del que emergió gracias a una recuperación milagrosa, ha sido posible que la misma gente que en su momento lo repudió y no le perdonó la traumática situación de crisis – en rigor de verdad, no imputable en forma exclusiva a su administración  – en que debió transmitir el mando a su sucesor, haya vivido con angustia las circunstancias de aquél siniestro y haya expresado su júbilo al saberse que el viejo líder estaba fuera de peligro.

Quizá la cuestión radique en reducir a esquemas puramente racionales aquello que tiene más que ver con lo emocional, con el ida y vuelta, con la química que se produce entre un líder y su pueblo. Porque Alfonsín desde aquellos días de 1983 en que desde los afiches y en sus apariciones públicas saludaba con ambas manos unidas en gesto más que de triunfador deportivo en abrazo fraterno y abarcador, estableció con los argentinos una relación de comunicación propia de lo que se denomina carisma. Tras su paso por el gobierno de la República, con sus errores y sus aciertos – gestión de la que debemos estar más que orgullosos sus correligionarios, aún no compartiendo algunos aspectos puntuales – amado por sus más fieles seguidores y rechazado por sus más enconados adversarios, Alfonsín conserva sin embargo esa virtud comunicativa y carismática con la sociedad. Es que irradia esa simpatía campechana propia de los políticos de raza, que tanto escasean por estos tiempos, ese aire patriarcal y paternal que él mismo ha cultivado y aún cultiva hacia su pueblo, sentimiento sin duda unido a la circunstancia de que se lo siente un poco el padre de ese renacimiento de las esperanzas que significó el retorno de las instituciones democráticas que en el imaginario colectivo permanecerá por siempre unido a su figura.

Raul Alfonsin
Raul Alfonsín, 1983

Raúl Alfonsín, mucho más a partir del delicado trance en que estuvo en juego su propia vida, aparece ante todos los argentinos, aún frente aquellos que no comulgan con sus ideas, que no practican su mismo credo cívico, como un hombre de bien, un líder decente. Es que se lo ve como el último de los políticos de antes, como esos políticos de poncho o chalina al hombro, de gesto romántico y verba encendida, franco en la expresión, llano en el decir. Casi una curiosidad en estos tiempos en que abundan los “gerentes públicos”, los “referentes”, los “operadores”, los “estrategos”, los “candidatos mediáticos”, ropajes y denominaciones bajo los que se ocultan prestidigitadores, charlatanes, demagogos, tartufos, cholulos y mercachifles.

Raúl Alfonsín conserva la virtud de haber actuado honesta y decentemente, como un hombre absolutamente fiel a sus ideas. Alguien que supo hacer el enorme sacrificio dar un paso al costado en el momento oportuno, perdiendo la posibilidad de volver a ser votado (Él mismo ha bromeado: “Me quieren, pero no me votan”) pero ganándose el respeto unánime de una sociedad que lo constituyó en patriarca y modelo.

Finalmente, valga una anécdota absolutamente personal que sirve para ilustrar en parte el por qué del halo casi mítico que rodea su figura.

La afición por indagar en los recovecos de nuestra historia me ha brindado la hermosa oportunidad de trabar una agradable amistad con don Miguel Unamuno, director del Archivo General de la Nación, veterano de las lides políticas, devoto yrigoyenista y peronista histórico y sanguíneo. Tuvo una dilatada actuación en el mundo gremial bancario en el que fogueó su militancia resistente convirtiéndose en el jefe del peronismo porteño con el arribo del peronismo al poder en 1973, llegando a presidir la Sala de Representantes (Así se llamaba entonces el Concejo Deliberante) y a ser Ministro de Trabajo de Isabel Perón. Aquello le valió persecución y cárcel en la dictadura militar y con el retorno democrático de 1983, fue elegido diputado nacional por la Capital Federal, debiendo por ello cumplir el rol de oposición a la presidencia de Alfonsín.

Una afección pulmonar y otras nanas de los años le dan un falso aire de fragilidad que es rápidamente disipado cuando se advierte su pícara mirada y su socarrona voz de porteño piola, avezado en las fintas de la política vernácula y por ello, poco propenso a regalar elogios, ni a amigos y ni a adversarios.

Saliendo juntos del edificio que guarda gran parte de nuestra memoria nacional y que dirige casi de modo vitalicio (desde hace casi diez años con singular destreza y habilidad) y luego de haber comentado avatares de la vida radical pasada y presente, antes de despedirse y con gesto confidente, me miró y me dijo: “Ah Barovero, que se dejen de joder los radicales con Alfonsín…¡A fin de cuentas, fue el único que nos hizo morder el polvo a los peronistas!”.

Tal vez allí radique también parte de la leyenda del hombre que celebra en estos días ocho décadas de vida, muchas de las cuales lleva gastadas al servicio honrado de las mejores causas nacionales y democráticas.

* Abogado e historiador. Secretario General del Instituto Nacional Yrigoyeneano

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