28/03/2024

Homenaje 119 Aniversario de la Revolución del Parque

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Hace 119 años… aquella gesta cívica del Parque.
Por Gabriel Santagata (Director Alerta Militante)
Introducción: Diego Barovero (Instituto Yrigoyeneano)

Promediando la década de 1880 se avizoraba una Argentina pujante en el concierto mundial. El crecimiento económico merced al afianzamiento del modelo agroexportador, la ampliación de la red ferroviaria, la remodelación del puerto, así como la gran reforma educativa (Ley 1420) eran los ejes fundamentales del progreso. Conviviendo con estos síntomas modernizadores se construye un sistema político restringido, autoritario y orientado a maximizar los beneficios de un grupo de familias cuyos negocios estaban relacionados con el rol de país exportador de materias primas, que en el mercado mundial, le tocó jugar a la Argentina.

Era la República posible con derechos civiles para todos pero derechos políticos para pocos. En 1889 estalla la crisis. En horas se deshacen fortunas y se llega a la emisión clandestina de papel moneda. La debacle económica desnuda la profunda crisis político-institucional y moral.

El gobierno elitista confundía el bienestar general al que convoca el Preámbulo de la Constitución con sus propios intereses. La libertad electoral no existía; los gobernantes provinciales y el Congreso estaban reducidos a meros agentes del presidente; los cargos judiciales se repartieron entre partidarios y la estructura administrativa se basaba en el favoritismo. Se había configurado el unicato alrededor del Presidente de la República Miguel Juárez Celman. Fue así que los reclamos por la modificación del sistema político para la vigencia efectiva de las fórmulas constitucionales encuentran cauce en una convocatoria juvenil que da nacimiento a la Unión Cívica de la Juventud que fija los cimientos de la Unión Cívica en septiembre de 1889 en el «meeting» del 1° de septiembre de 1889 en el Jardín Florida. Las crónicas de la época describen un acto multitudinario.

Abril de 1890 es el momento en que la Unión Cívica de la Juventud obtiene su mayoría de edad al constituirse en Unión Cívica, primer esbozo de partido político orgánico con clubes en todos los barrios de la ciudad y en las principales capitales provinciales.

En el nuevo movimiento confluyen en defensa del ideal republicano, moralidad administrativa y elecciones limpias antiguos federales como Bernardo de Irigoyen y liberales como Bartolomé Mitre; católicos como José Manuel de Estrada y Pedro Goyena; autonomistas como Leandro Alem y Aristóbulo del Valle; y los futuros líderes de los primeros partidos políticos modernos del siglo XX: Hipólito Yrigoyen, Lisandro de la Torre y Juan B. Justo.

Se prepara el terreno para la revolución que garantice la plena vigencia de la Constitución Nacional y el sufragio libre. La revolución estalla violenta en la Capital el 26 de julio de 1890. Se levantan trincheras, se arman cantones, se libran combates sangrientos, participan batallones de líneas sublevados y se enfrentan con tropas veteranas que acuden de diversos puntos del país. El general Manuel J Campos es el jefe militar y una Junta Civil liderada por el Dr. Leandro Alem dirige la revolución.

El General Levalle y el Coronel Capdevila, son los encargados de organizar la defensa del gobierno.

Los rebeldes concentrados en el Parque de Artillería se identifican con una bandera tricolor: verde, blanca y rosa y con la boina blanca; tienen coraje, les sobra valor, pero carecen de municiones y de iniciativa; al cabo de varios días son vencidos por el ejército nacional.

Capitulan el 29 de julio. En el senado se oye la sentencia: «la revolución está vencida, pero el gobierno está muerto». La renuncia de Juárez Celman es recibida con entusiasmo popular. Pero Alem, advierte que en realidad había «que colgar crespones». Observa que había cambiado algo pero todo seguiría igual. Hoy recordamos las profundas convicciones de los revolucionarios cívicos pero el recuerdo no puede ni debe constituirse en un homenaje de características necrológicas ni mucho menos una oración fúnebre. Porque estamos convencidos que el ideal de su líder Leandro Alem está hoy más vivo que nunca.

Nuestro homenaje más certero y más justo es precisamente poner en claro lo auténtico del ideario que animó aquella gesta y especialmente la necesidad de actualización. Los revolucionarios del Parque encarnaron un sentimiento patriótico y democrático que anidaba en el pueblo argentino desde los orígenes mismos de nuestra nacionalidad, desde la guerra por nuestra emancipación nacional y los albores de nuestra vida independiente, desde las luchas por la organización constitucional y la integración federal definitiva de toda la Nación: la realización plena de la República Argentina en la absoluta vigencia de la Constitución Nacional, el sufragio limpio, la honradez administrativa y el federalismo.

Alem bregó por el cumplimiento pleno de nuestra Constitución Nacional y por la realización del principio republicano de la división de poderes. Fue un defensor del federalismo y de las autonomías provinciales puesto que sus orígenes ideológicos lo conectaban con la línea federal democrática que encarnó Manuel Dorrego, luego el autonomismo alsinista y las mejores tradiciones argentinas. Por eso, una década antes del acontecimiento que recordamos se opuso tenazmente y en soledad a la federalización de la ciudad de Buenos Aires. Él tenía en claro su significado: una deformación de las estructuras políticas, económicas y sociales de la Nación.

Fue también Alem un luchador por el derecho del pueblo al sufragio como medio de legitimación de las instituciones de la república, porque tenía además la íntima convicción de que el ciudadano debía dejar de ser un mero espectador en el manejo de la cosa pública para convertirse en partícipe activo en la toma de decisiones de los destinos nacionales. Y para hacer efectivo ese derecho inalienable del pueblo, Alem no trepidó en recurrir a la revolución para regenerar las prácticas políticas de nuestra Patria.

Hay que tener en claro que quienes hicieron la Revolución del Parque, no se proponían la conquista del poder para ellos mismos sino reorganizar las instituciones fundamentales del país sobre la base de la soberanía del pueblo. El Manifiesto revolucionario es claro: los jefes de la revolución no participarían en las elecciones libres que habrían de convocarse.

Finalmente, digamos que Alem y los revolucionarios se constituyeron en constantes preconizadores de la moralización de la política. Hicieron de la ética su credo y de la austeridad su rito. El mismo Alem murió en la pobreza más absoluta luego de haber pasado dignamente por la función pública. Frente a ello es digno recordar aquella definición alemniana en cuanto a que de los cargos públicos debía salirse «con la frente alta y los bolsillos livianos».

He aquí el legado de la Revolución del 26 de julio de 1890. Nos dejaron sus ejemplos de lucha en la cruzada cívica por la vigencia real de la Constitución. Muchos de aquellos males contra los que Alem batalló sin descanso ni especulación hasta su última gota vida- el 1 de julio de 1896- siguen hoy en pie, a un siglo, una década, un lustro y un año de la gesta cívica, en abierto desafío a nuestra vocación intransigente.

Es menester refirmar nuestro propósito y nuestro compromiso de continuar su lucha, de comulgar con sus mismos ideales, de no transar con todo aquello que no es digno de los argentinos, siguiendo su ejemplo indeleble para que nos anime en la encrucijada a que nos enfrentamos hoy como entonces. Alem solía despedirse de sus amigos y partidarios en sus cartas con una frase «En continua lucha los saludo». En eso estamos.

* Secretario General del Instituto Nacional Yrigoyenano (Ley 26.040) – Instituto Leandro Alem


Hacia la crisis (1880-1890)

En cuanto a la situación económica al comienzo del período cabe destacar que, pesar de que durante la década de 1880 se dio una notable expansión de los factores de producción, tierra, trabajo y capital en el marco de  la estabilidad política lograda tras la asunción de Julio Argentino Roca al poder, estos años de expansión inicial no tuvieron aún como factor dinámico a las exportaciones agropecuarias. Más bien, en esta década, un enorme flujo de inversiones precedió a la expansión de las exportaciones que se registró en las décadas posteriores.

Esta tendencia fue producto de la necesidad de los inversores y agentes económicos británicos de colocar sus enormes recursos financieros en áreas no sujetas a la competencia de otros capitales no británicos, la existencia de altas tasas de rentabilidad para las inversiones británicas en la Argentina (entre el 10% y el 15% de dividendos en algunos años) y la confianza de los inversores y agentes económicos británicos en las posibilidades exportadoras de la economía argentina.

Este torrente inversor estimuló a largo plazo el desarrollo del comercio exterior. A corto plazo, el peso de las inversiones como componente de las importaciones argentinas superó en importancia al crecimiento de las exportaciones durante la década de 1880, dando como resultado permanentes saldos negativos en la balanza comercial. La creciente importación argentina de productos británicos como hierro, acero, materiales para ferrocarriles, cercos de alambre, máquinas trilladoras y arados de acero, inducida por las inversiones inglesas, creció con más rapidez que las exportaciones argentinas, generando una crisis de 1884 a 1886, prolegómeno de la crisis de 1890.

El gobierno argentino, percibiendo el potencial de la industria, aprobó una serie de leyes para favorecerla. La Ley 1.308, aprobada en 1883, eliminó los derechos de exportación de la carne por diez años. La Ley 2.234, sancionada en 1887, garantizó un subsidio anual al comercio de exportación de ganado y carne. Además, en 1888 se decretó la exención de impuestos sobre los materiales de embalaje importados necesarios para los frigoríficos. Por último, la Ley 2.402 fijó una garantía del 5% sobre el capital que fuera invertido en la industria de la carne durante diez años. En general, todas estas leyes tenían por objeto atraer inversiones que promovieran la exportación de carne.  

En cuanto a las inversiones extranjeras, cabe destacar que durante la década de 1880 se produjo un marcado crecimiento de las mismas, estimuladas tanto por la confianza de los inversores en la economía argentina como por la propia política del gobierno para atraerlos.  Esas inversiones se diferenciaban de las anteriores por el monto, el origen, la incidencia de la garantía estatal y el carácter de los grupos inversores. El monto de dichas inversiones extranjeras en 1891 fue casi nueve veces mayor que el de 1875, y las mismas empezaron a mostrar alguna diversificación, pues durante la década de 1880 comenzó a fluir capital de otros países europeos, especialmente de Francia, Alemania y Bélgica. La garantía estatal disminuyó -antes de 1880 más de la mitad de las inversiones extranjeras contaba con ella-, en tanto durante el gobierno de Juárez Celman sólo la tuvo el 25% del total invertido.

Durante el gobierno de Miguel Juárez Celman hubo una fiebre inversora británica en ferrocarriles. Del total invertido por los británicos en la Argentina en ese lapso, entre 65% y 70% se destinó a financiar en forma directa o indirectamente a los ferrocarriles, a través de empréstitos al gobierno argentino. Esta tendencia fue alentada por el gobierno nacional y los gobiernos provinciales, que se desprendieron de los ferrocarriles que controlaban. Como resultado, mientras que en 1880 el gobierno nacional y algunos gobiernos de provincias administraban el 50% de los ferrocarriles en explotación, hacia final de la década sólo retenían el 20%, debido a la adjudicación de nuevas líneas férreas a compañías extranjeras y la venta de muchas de las operadas por los gobiernos provinciales. El Ferrocarril Oeste, por ejemplo, hasta entonces propiedad del gobierno de la provincia de Buenos Aires, fue vendido a una compañía británica.  

Como ya se ha mencionado, la crisis de 1890 o «crisis Baring» constituye un importante punto de inflexión en la historia de las relaciones anglo-argentinas. Sus causas internas fueron la excesiva expansión monetaria y la deuda del gobierno y los bancos. La fuerte depreciación del papel moneda, al amenazar la rentabilidad de los inversores, paralizó la entrada de nuevos capitales.

Para Ezequiel Gallo y Roberto Cortés Conde la posición del grupo cercano a Juárez Celman explica sólo en parte la génesis y desarrollo de la crisis de Baring, habiendo contribuido también a provocarla la actitud de excesiva confianza de los inversores extranjeros en las posibilidades de la economía argentina. Esta confianza los llevó a prestar rápidamente dinero al gobierno y a particulares. La administración de Juárez Celman se benefició con una situación sumamente favorable en el mercado de capitales, pero esta ventaja, con su abuso, trajo complicaciones.  

Así fue que a principios de 1889 comenzaron a manifestarse síntomas de la falta de solvencia del gobierno argentino para pagar la deuda contraída con los bancos europeos.  Las perspectivas de una cosecha pobre preocuparon a los especuladores de la Bolsa y el precio del oro comenzó a subir. En febrero el gobierno intentó infructuosamente prohibir la venta de oro en la Bolsa. Y en septiembre, los inversores ya habían perdido su confianza en el gobierno argentino. La catástrofe no vino inmediatamente, gracias a la intermediación de Baring Brothers entre los inversores individuales y las autoridades argentinas. Los banqueros europeos propusieron al gobierno de Juárez Celman un remedio que no favorecía al gobierno: consolidación de la deuda, suspensión de nuevos empréstitos durante diez años, suspensión de la emisión de papel moneda y una drástica reducción del gasto público. El gobierno de Juárez Celman no pudo aceptar la propuesta, ya que la política de austeridad propuesta por los bancos hubiera debilitado su apoyo político.

Al compás de la crisis económica creció el descontento popular, animado por la fuerza de oposición al gobierno de Juárez Celman, la Unión Cívica. El 12 de abril de 1890 renunció el gabinete, y el 16 Juárez Celman nombró uno nuevo, en el cual se incorporaron dos hombres de la Unión Cívica en áreas claves: José E. Uriburu en Hacienda y Roque Sáenz Peña en Relaciones Exteriores. El nuevo ministro de Hacienda intentó una fórmula de conciliación que contentase a los banqueros europeos sin herir los intereses rurales y los de los «nuevos ricos» que respaldaban a Juárez Celman. Uriburu adoptó algunas medidas de austeridad económica que contaron con la aprobación de los banqueros europeos. Entre estas medidas se destacaban el pedido de renuncia al presidente del Banco Nacional -vinculado con la administración de los Bancos Garantidos- y el aumento del 15% en los impuestos aduaneros, además de la tendencia de recaudar el 50% de los impuestos en oro.

Las medidas de austeridad económica y orientación deflacionaria puestas en marcha por Uriburu fueron rechazadas por el círculo de «amigos» de Juárez Celman y los «nuevos ricos», principales beneficiarios de la política inflacionaria anterior. Juárez Celman, obligado a optar entre el ministro y sus propios sostenedores, retiró su respaldo a Uriburu, quien debió renunciar. Como consecuencia, en un solo día el oro subió de 118 a 165. Con el alejamiento de Uriburu se reanudó la política inflacionaria y se repudiaron las deudas, cerrándose así la negociación con los bancos europeos.

Como es bien sabido, el gobierno de Juárez Celman cayó tras la Revolución del Parque del 26 de julio de 1890. Su sucesor, Carlos Pellegrini, reabrió la negociación con los bancos europeos para solucionar la crisis.-


Manifiesto de la Junta Revolucionaria del Parque
26 de Julio de 1890

Al Pueblo:

El patriotismo nos obliga a proclamar la revolución como recurso extremo y necesario para evitar la ruina del país. Derrocar un gobierno constitucional, alterar sin justo motivo la paz pública y el orden social, sustituir el comicio con la asonada y erigir la violencia en sistema político, sería cometer un verdadero delito de que nos pediría cuenta la opinión nacional. Pero acatar y mantener un gobierno que representa la ilegalidad y la corrupción; vivir sin voz ni voto la vida pública de un pueblo que nació libre; ver desaparecer día por día las reglas, los principios, las garantías de toda administración pública regular, consentir los avances al tesoro, la adulteración de la moneda, el despilfarro de la renta; tolerar la usurpación de nuestros derechos políticos y la supresión de nuestras garantías individuales que interesan a la vida civil, sin esperanza alguna de reacción ni de mejora, porque todos los caminos están tomados para privar al pueblo de gobierno propio; y mantener en el poder a los mismos que han labrado la desgracia de la república; saber que los trabajadores emigran y que el comercio se arruina, porque, con la desmonetización del papel, el salario no basta para las primeras necesidades de la vida y se han suspendido los negocios y no se cumplen las obligaciones; soportar la miseria dentro del país y esperar la hora de la bancarrota internacional que nos deshonraría ante el extranjero; resignarse y sufrir todo fiando nuestra suerte y la de nuestra posteridad a lo imprevisto y a la evolución del tiempo, sin tentar el esfuerzo supremo, sin hacer los grandes sacrificios que reclama una situación angustiosa y casi desesperada, sería consagrar la impunidad del abuso, aceptar un despotismo ignominioso, renunciar al gobierno libre y asumir la más grave responsabilidad ante la patria, porque hasta los extranjeros podrían pedirnos cuenta de nuestra conducta, desde que ellos han venido a nosotros bajo los auspicios de una constitución que los ciudadanos hemos jurado y cuya custodia nos hemos reservado como un privilegio, que promete justicia y libertad a todos los hombres del mundo que vengan a habitar el suelo argentino.

La Junta Revolucionaria no necesita decir al pueblo de la nación y a las naciones extrañas los motivos de la revolución, ni detallar cronológicamente todos los desaciertos, todos los abusos, todos los delitos, todas las iniquidades de la administración actual. El país entero está fuera de quicio, desde la Capital hasta Jujuy. Las instituciones libres han desaparecido de todas partes: no hay república, no hay sistema federal, no hay gobierno representativo, no hay administración, no hay moralidad. La vida política se ha convertido en industria lucrativa.

El presidente de la república ha dado el ejemplo, viviendo en la holgura, haciendo la vida de los sátrapas con un menosprecio inaudito por el pueblo y con una falla de dignidad que cada día se ha hecho más irritante. Ni en Europa ni en América podía encontrarse en estos tiempos un gobierno que se le parezca; la codicia ha sido su inspiración, la corrupción ha sido su medio. Ha extraviado la conciencia de muchos hombres con las ganancias fáciles e ilícitas, ha envilecido la administración del Estado obligando a los funcionarios públicos a complacencias indebidas y ha pervertido las costumbres públicas y privadas prodigando favores que representan millones. El mismo ha recibido propinas de cuanto hombre de negocio ha mercado en la nación, y forma parte de los sindicatos organizados para las grandes especulaciones, sin haber introducido capital ni idea propia, sino la influencia y los medios que la constitución ponía en sus manos para la mejor administración del Estado. En cuatro años de gobierno se ha hecho millonario, y su fortuna acumulada por tan torpes medios se exhibe en bienes valiosísimos cuya adquisición se ha anunciado por la prensa. Su participación en los negocios administrativos es notoria, pública y confesada. Los presentes que ha recibido, sin noción de la delicadeza personal, suman cientos de miles de pesos y constan en escrituras públicas, porque los regalos no se han limitado a objetos de arte o de lujo; han llegado a donaciones de bienes territoriales, que el público ha denunciado como la remuneración de favores oficiales. Puede decirse que él ha vivido de los bienes del Estado y que se ha servido del erario público para constituirse un patrimonio propio. Su clientela le ha imitado; sujetos sin profesión, sin capital, sin industria, han esquilmado los bancos del Estado, se han apoderado de las tierras públicas, han negociado concesiones de ferrocarriles y puertos y se han hecho pagar su influencia con cuantiosos dineros.

En el orden público ha suprimido el sistema representativo hasta constituir un Congreso unánime sin discrepancia de opiniones, en el que únicamente se discute el modo de caracterizar mejor la adhesión personal, la sumisión y la obediencia pasiva. El régimen federativo ha sido escarnecido; los gobernadores de provincia, salvo rara excepción, son sus lugartenientes; se eligen, mandan, administran y se suceden según su antojo: rendidos a su capricho. Mendoza ha cambiado en horas de gobernador como en los tiempos revueltos de la anarquía. Tucumán presenció una jornada de sangre, fraguada por la intriga para incorporarla al sistema del monopolio político; no ha habido elección de gobernador que no haya sido otra cosa que un simple acto de comercio. Entre Ríos, bajo la ley marcial, acaba de recibir la imposición de un candidato resistido por la opinión pública. Córdoba ha sido el escenario de un juicio político inventado para arrojar del gobierno a un hombre de bien: hoy día es un aduar; la sociedad sobrecogida vive con los sobresaltos de los tiempos de Bustos y Quiroga. Las demás provincias argentinas están reducidas a feudos: Salta, la noble provincia del norte, ha sido enfeudada y enfeudadas están igualmente al presidente, Santiago y Corrientes, La Rioja, Jujuy, San Luis y Catamarca. Jamás argentino alguno ejerció mando más ofensivo ni más deprimente para las leyes de una nación libre.

En el orden financiero los desastres, los abusos, los escándalos, se cuentan por días. Se han hecho emisiones clandestinas para que el Banco Nacional pague dividendos falsos, porque los especuladores oficiales habían acaparado las acciones y la crisis sorprendió antes de que pudieran recoger el botín. El ahorro de los trabajadores y los depósitos del comercio se han distribuido con mano pródiga en el círculo de los favoritos del poder que han especulado por millones y han vivido en el fausto sin revelar el propósito de cumplir jamás sus obligaciones. La deuda pública se ha triplicado, los títulos a papel se han convenido, sin necesidad, en títulos a oro, aumentando considerablemente las obligaciones del país con el extranjero; se han entregado a la especulación más de cincuenta millones de pesos oro que había producido la venta de los fondos públicos de los bancos garantidos, y hoy día la nación no tiene una sola moneda metálica y está obligada al servicio en oro de más de ochenta millones de títulos emitidos para ese fin; se vendieron los ferrocarriles de la nación para disminuir la deuda pública, y realizada la venta se ha despilfarrado el precio; se enajenaron las obras de salubridad, y en medio de las sombras que rodean ese escándalo sin nombre, el pueblo únicamente ve que ha sido atado, por medio siglo, al yugo de una compañía extranjera, que le va a vender la salud a precio de oro; los bancos garantidos se han desacreditado con las emisiones falsas; la moneda de papel está depreciada en doscientos por ciento y se aumenta la circulación con treinta y cinco millones de la emisión clandestina, que se legaliza, y con cien millones, que se disfrazan con el nombre de bonos hipotecarios, pero que son verdadero papel moneda, porque tienen fuerza cancelatoria; cuando comienza la miseria se encarece la vida con los impuestos a oro; y después de haber provocado la crisis más intensa de que haya recuerdo en nuestra historia, ha estado a punto de entregar fragmentos de la soberanía para obtener un nuevo empréstito, que también se habría dilapidado, como se ha dilapidado todo el caudal del Estado.

Esta breve reseña de los agravios que el pueblo de la nación ha sufrido, está muy lejos de ser completa. Para dar idea exacta sería necesario formular una acusación circunstanciada y prolija de los delitos públicos y privados que ha cometido el jefe del Estado contra las instituciones, contra el bienestar y el honor de los argentinos. El pueblo la hará un día y requerirá su castigo, no para calmar propósitos de venganza personal, sino para consagrar un ejemplo y para dejar constancia de que no se puede gobernar la república sin responsabilidad y sin honor.

Conocemos y medimos la responsabilidad que asumimos ante el pueblo de la Nación; hemos pensado en los sacrificios que demanda un movimiento en el que se compromete la tranquilidad pública y la vida misma de muchos de nuestros conciudadanos; pero el consejo de patriotas ilustres, de los grandes varones, de los hombres de bien, de todas las clases sociales, de todos los partidos, el voto íntimo de todas las provincias oprimidas, y hasta el sentimiento de los residentes extranjeros, nos empuja a la acción y sabemos que la opinión pública bendice y aclama nuestro esfuerzo, sean cuales fueren los sacrificios que demande.

El movimiento revolucionario de este día no es la obra de un partido político. Esencialmente popular e impersonal, no obedece ni responde a las ambiciones de círculo u hombre público alguno. No derrocamos el gobierno para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad nacional y con la dignidad de otros tiempos, destruyendo esta ominosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la república. El único autor de esta revolución, de este movimiento sin caudillo, profundamente nacional, larga, impacientemente esperada, es el pueblo de Buenos Aires que, fiel a sus tradiciones, reproduce en la historia una nueva evolución regeneradora que esperaban anhelosas todas las provincias argentinas.

El ejército nacional comparte con el pueblo las glorias de este día; sus armas se alzan para garantir el ejercicio de las instituciones. El soldado argentino es hoy día, como siempre, el defensor del pueblo, la columna más firme de la constitución, la garantía sólida de la paz y de la libertad de la república. La Constitución es la ley suprema de la Nación, es tanto como la bandera, y el soldado argentino que la dejara perecer sin prestarle su brazo, alegando la obediencia pasiva, no sería un ciudadano armado de un pueblo libre, sino el instrumento o el cómplice de un soberano déspota. El ejército no mancha su bandera ni su honor militar, ni su bravura, ni su fama, con un motín de cuartel. Sus soldados, sus oficiales y sus jefes han debido cooperar y han cooperado a este movimiento, porque la causa del pueblo es la causa de todos; es la causa de los ciudadanos y del ejército; porque la patria está en peligro de perecer y porque es necesario salvarla de la catástrofe. Su intervención contendrá la anarquía, impedirá desórdenes, garantizará la paz. Esa es su misión constitucional y no la tarea oscura, poco honrosa, de servir de gendarmería urbana para sofocar las libertades públicas.

El período de la revolución será transitorio y breve; no durará sino el tiempo indispensable para que el país se organice constitucionalmente. El gobierno revolucionario presidirá la elección de tal manera que no se suscite ni la sospecha de que la voluntad nacional haya podido ser sorprendida, subyugada o defraudada. El elegido para el mando supremo de la nación será el ciudadano que cuente con la mayoría de sufragios, en comicios pacíficos y libres, y únicamente quedarán excluidos como candidatos los miembros del gobierno revolucionario, que espontáneamente ofrecen al país esta garantía de su imparcialidad y de la pureza de sus propósitos.

Por la Junta Revolucionaria Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle, Mariano Demaría, Mariano Goyena, Juan José Romero, Lucio V. López.-

Foto Principal: Detalle (grabado) del mitin del Jardín Florida. Grabado incluido en la obra Unión Cívica.

Nota relacionada: https://www.alertamilitante.com/noticia/1007-muestra-historica-de-la-revolucion-del-parque.html

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